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miércoles, 27 de junio de 2018

Los misterios de estar encinta

Por Janet

Se percibe en ocasiones, una cierta inquietud en la mujer encinta. En ocasiones, como si su belleza natural se hubiera esfumado en aras del prodigio de la maternidad. No se gusta y le parece que ya a nadie gusta. Tomás Melendo ofrece una respuesta cabal en su reciente libro San Josemaría Escrivá y la familia, glosando con su propia experiencia, el concepto que solía reiterar coloquial y oportunamente el fundador del Opus Dei: Me da mucha alegría decir que la maternidad embellece. Hay algunas que por egoísmo, piensan, ¡qué sé yo!, que se va a estropear su hermosura. Y no. Sois mucho más hermosas las que habéis tenido muchas veces ese don de la maternidad.

Aquí pueden servirnos de ayuda unas palabras de Jean Guitton. Sostiene el autor francés, con un punto de mordacidad, que no hay idea más estúpida que poner a la belleza en singular, como si hubiese un único género de belleza o si ésta fuera de exclusiva propiedad de la efervescencia juvenil. Y más aún creer que conservar un rostro joven es el único índice de hermosura. Y, en efecto, cualquier varón medianamente cultivado aprende a lo largo del matrimonio a advertir que la auténtica beldad es algo que implica a toda la persona y que surge, como de su hontanar más íntimo, del interior de ella: la belleza humana, como todo lo noblemente personal, es algo que va de dentro a fuera, por decirlo con expresión gráfica, y empapa y hace brillar también en el cuerpo la magnificencia del espíritu. De nuevo con términos de Guitton, la luz del rostro, su fosforescencia, su irradiación, en lugar de venir [...] de la apariencia, proceden de la naturaleza íntima de las experiencias aceptadas, de la indulgencia, del amor verdadero, del reposo.

Ciertamente, la maternidad reiterada puede acabar por « romper las proporciones materiales» que determinados y superficiales y manipuladores cánones de belleza femenina pugnan por imponernos. Pero el menos perspicaz de los maridos, si se encuentra de veras enamorado, advierte el hondo esplendor que esos cambios llevan consigo; reconoce que su mujer, precisamente como madre, es más hermosa e incluso sexualmente más atractiva que quienes se pavonean con un remedo infrahumano de belleza, reducida a centímetros y contornos. A poca sensibilidad que posea, un varón descubre embelesado, en ese cuerpo que le cautiva, el paso de su propio amor de esposo y padre, la huella de los hijos que tal cariño ha engendrado, la tarjeta de visita del Amor infinito de todo un Dios creador, que les demostró su confianza al dar vida y hacer desarrollarse en el seno de la esposa a cada una de esas criaturas. ¡Cómo podría no sentirse encandilado ante semejantes enriquecimientos!

Hay, por tanto, más belleza real y efectiva en la mujer ataviada con el privilegio de la maternidad. Y ella debe ser la primera convencida de tan singular prodigio. Ahí también podría residir uno de los motivos de la insistencia de San Josemaría en este particular. Después de bastantes años de casado y de trato con otros matrimonios, en ocasiones experimento la necesidad de pedirle a las esposas que se conformen con gustar a sus maridos y gocen plenamente con ello. Que, sobre todo con el correr del tiempo, no pretendan «gustarse a sí mismas» son sus críticas más feroces ni admitan comparaciones con sus amigas o con otras personas de su mismo sexo y mucho menos con las más jóvenes. Que crean a pies juntillas, sin el más mínimo recelo, a sus esposos cuando éstos les digan que están muy guapas.

Primero, porque es verdad. Y, después, porque la menor sombra de escepticismo al respecto, además de demostrar una indebida desconfianza en la grandeza de su cónyuge, manifestaría una falta real de donación y abandono por apego al propio juicio y podría llegar a enturbiar, aunque quizá no gravemente, la buena armonía de la pareja. Toda mujer entregada esposa y madre debe tener la convicción, firme e inamovible, de que incrementa su belleza radicalmente humana en la exacta medida en que va haciendo más actual y operativa la donación a su esposo y a sus hijos. El amor, en fin de cuentas, es el hontanar primigenio de la hermosura.

Celebremos a la mujer, ese espejo complementario del hombre, ese modelo sobre el que el hombre se refleja, pero no caigamos en la debilidad de añadirle el colgajo de «trabajadora». Durante muchos siglos, el trabajo de las mujeres se ha desarrollado en las trastiendas del hogar, y todavía son hoy muchas las que siguen brindándonos calladamente ese heroísmo que no trasciende a las estadísticas macroeconómicas, pero que sigue siendo el cimiento fecundo sin el cual nuestra sociedad no habría sido posible. Yo he tenido la suerte de que mi madre fuera una de estas trabajadoras discretas que se extenúan de sol a sol sin aguardar otro salario que la felicidad de quienes las rodean, y me duele que en estas conmemoraciones queden relegadas, como armatostes anacrónicos o reliquias de otra época que conviene ir dejando en la cuneta. Gracias a esas mujeres que hicieron del sacrificio una gozosa rutina, hemos conseguido que las nuevas generaciones puedan dedicarse al estudio y alcanzar una formación más igualatoria, porque con su trabajo nos han brindado alas para iniciar el vuelo.